SERMONES | Año 2 N° 22
La lectura de sus Obras, Sermones, Cartas y su Diario, son parte de la herencia metodista un “evangelio integral” para nuestra edificación personal y comunitaria.
De su Sermón “Sobre el sermón del Señor en la montaña” [Discurso 2] extraemos:
Mateo 5.5-7
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán
la tierra por heredad.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de
justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia.
Cuando ….ante la luz de su presencia los nubarrones se dispersan—las oscuras nubes de la duda y la incertidumbre–y huyen las tormentas del temor, se calman las olas del pesar, y el espíritu nuevamente se regocija en Dios su Salvador: entonces evidentemente esta palabra se ha cumplido.
Entonces aquellos a quienes él ha consolado pueden dar testimonio: «Bienaventurados (o felices) los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.»
Pero ¿quiénes son los mansos? No son los que se afligen por cualquier cosa, porque no saben nada, los que se desconciertan ante los males que ocurren pues no saben discernir entre el bien y el mal.
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La apatía está tan distante de la mansedumbre como de la benignidad. Así que no es fácil concebir cómo algunos cristianos de las edades más puras, especialmente ciertos Padres de la Iglesia, pudieron confundir estas cosas y equivocarse, tomando uno de los más crasos errores del paganismo como una de las ramas del verdadero cristianismo.
La mansedumbre cristiana tampoco significa falta de celo por Dios, ni ignorancia o insensibilidad. No, ella evita todos los extremos, ya de exceso ya de falta.
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Proporciona ecuanimidad a la mente. Sostiene una balanza fiel para ponderar la ira, el dolor y el temor; procurando el término medio en todas las circunstancias de la vida, sin inclinarse a la derecha o a la izquierda.
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Quienes son verdaderamente mansos pueden discernir con claridad qué es lo malo, y también pueden sobrellevarlo. Son sensibles a todo este tipo de cosas; pero la mansedumbre mantiene el control. Tienen el celo del Señor de los ejércitos. pero su celo está siempre guiado por el conocimiento, y templado en todo pensamiento, palabra y obra por el amor del ser humano así como por el amor de Dios.
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Es evidente que esta disposición divina no sólo está para quedarse en nosotros, sino para incrementarse de día en día. Mientras permanezcamos en la tierra nunca faltarán las ocasiones de ejercitarla y, por tanto, de acrecentarla.
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Necesitamos ser amables para con todos, pero especialmente con los malos e ingratos; de otra manera seremos vencidos por el mal, en vez de vencer con el bien al mal.
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Hasta aquí nuestro Señor se ha ocupado diligentemente en quitar los estorbos a la verdadera religión: tal como el orgullo, el primer y gran obstáculo de toda religión, que se elimina con la pobreza de espíritu; la ligereza y la inconsciencia, que impiden a la religión echar raíces en el alma hasta que son extirpadas por un clamor santo; también la ira, la impaciencia y el descontento, curados todos por la mansedumbre cristiana. Y cuando todos estos estorbos–estas enfermedades malignas del alma que continuamente despertaban falsos anhelos interiores, calmándolos con apetitos enfermizos–son extirpados, vuelve el apetito natural de un espíritu nacido del cielo; que tiene hambre y sed de justicia.
Y bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
La justicia -como ya hemos observado- es la imagen de Dios, la mente que está en Cristo Jesús. Es toda la disposición santa y celestial reunida, que surge y culmina en el amor de Dios nuestro Padre y Redentor, y en el amor a todos los seres humanos por su causa.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed».
Para entender esta expresión debemos tener presente, en primer lugar, que el hambre y la sed son los más fuertes de nuestros apetitos corporales. De la misma manera esta
hambre del alma, esta sed de la imagen de Dios, es el más fuerte de todos nuestros apetitos espirituales una vez despierto en el corazón, absorbe a todos los demás en un solo gran deseo: el ser renovado a semejanza de aquel que nos creó.
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Si uno le diera al hambriento todo el mundo, la vestimenta más elegante, todo la pompa del Estado, todos los tesoros de la tierra, muchísima plata y oro, si se le rindiera todo el honor, no le prestaría atención. Todas estas cosas no tienen valor para él. Seguiría diciendo: «Estas no son las cosas que anhelo; denme de comer o me muero». Lo mismo ocurre con toda alma que verdaderamente tiene hambre y sed de justicia: en ninguna otra cosa encuentra consuelo, nada más puede satisfacerla. Cualquiera cosa que se le ofrezca, será estimada en poco, sean riquezas, honor, o placer, y hasta dirá: «Esto no es lo que quiero. ¡Denme amor o me muero!».
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«Bienaventurados los que tienen» esta «hambre y sed de justicia, porque en ellos serán saciados». Serán saciados de las cosas que anhelan, aun de la justicia y de la verdadera santidad. Dios los satisfará con las bendiciones de su bondad, con la felicidad de sus escogidos. Los alimentará con el pan del cielo, con el maná de su amor.
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Cuanto más llenos estén estos con la vida de Dios, con más ternura se preocuparán de quienes están sin Dios en el mundo, todavía muertos en sus transgresiones y pecados. Ni quedará sin recompensa esta preocupación por los demás. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.»
La palabra utilizada por nuestro Señor significa directamente: los compasivos, los de tierno corazón; aquellos que, lejos de despreciar, se afligen sinceramente por los que no tienen hambre de Dios. Esta parte tan esencial del amor fraternal–por medio de un ejemplo común– representa aquí todo; así que «los misericordiosos», en el sentido pleno del término, son los que aman a su prójimo como a sí mismos.
En razón de la vasta importancia de este amor–sin el cual, aunque hablásemos lenguas humanas y angélicas, y tuviésemos profecía y entendiésemos todos los misterios y toda ciencia, y si tuviésemos toda la fe, de tal manera que moviésemos las montañas; más aún, si repartiésemos todos los bienes para dar de comer a los pobres, y si entregásemos nuestros cuerpos para ser quemados, de nada nos serviría–Dios en su sabiduría nos ha dado por medio del Apóstol Pablo una relación especial y completa del amor, para que examinándola podamos discernir con la mayor claridad quienes son los «misericordiosos» que «alcanzarán misericordia».
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¡Quiera el Señor Dios llenar tu corazón de tal amor para con toda alma, que puedas estar listo para exponer tu vida por su causa! ¡Que tu corazón pueda rebosar continuamente de amor, extirpando todo lo desagradable e impuro de tu genio, hasta que él te llame a la región del amor, para reinar con él por los siglos de los siglos!
La selección de los párrafos de los textos fueron elegidos teniendo en cuenta varios criterios (temática, extensión, contenido del mensaje, impacto en el lector, etc.) sin embargo no excluyen cierta cuota de arbitrariedad difícil de evitar, por lo cual pedimos disculpas por anticipado.